Ya nos resulta familiar eso de tener la “necesidad” u “obligación” de marcarnos retos u objetivos para el año que entra: que si el gimnasio, que si adelgazar, hacer una maratón (que no sea la del Señor de los Anillos con palomitas), que si dejar de fumar (el típico que no falla), etc.
Y a pesar de tener más que demostrado en el 90% de los casos no funciona, insistimos en generarnos una ansiedad innecesaria para conseguir “casi nada”.
Y digo “casi” porque hay un 10% que lo consigue. Y debe ser esa minoría la que no se plantea un reto en un día como el 31 de diciembre para empezarlo en un 1 de enero, sino que ya lo tiene más que programado desde hace muchos meses. De ahí radica su éxito.
Efectivamente, quien tiene claro un reto, no lo convierte en tal. Lo puede ejecutar un día tan especial como el 1 de enero, o en otro como el 5 de marzo. Porque “quien mucho se despide, no se quiere marchar”; y así es, quien alarga la fecha para hacer un cambio en sus hábitos de vida, es que no está convencido en desear hacer el cambio.
Entonces, como en las malas películas, “se masca la tragedia” del éxito del reto: que no deseamos hacer mañana lo que hace un día antes, generando un nuevo reto que sí se cumple cada año: hacer de nuestros sueños un nuevo objetivo de “ciencia ficción”.
Hemos sido capaces de malgastar el significado de la palabra “reto” como algo, ya de por sí, “inasumible”. Y todo para justificarnos antes de proponernos alguna cosa, en que no lo vamos a conseguir. Eso sí, a ese 10% que consigue su objetivo, lo tachamos de gente “con suerte”, como si su esfuerzo no tuviera ningún valor.
“Suerte” para este año nuevo que entra, a pesar de todo.